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De caramelos, la parca y tazas de café

  • Foto del escritor: Admin
    Admin
  • 9 nov 2017
  • 3 Min. de lectura

No basta el “Querida abuela” contigo.

Es odioso admitirlo, pero hay días en los que no puedo evadir mi anhelo y mi dolor egoísta de que ya no estés físicamente conmigo.

Durante mi infancia nos prometimos una mentira oscura pero no obstante muy reconfortante: no moriríamos jamás. Si eso sucedía lo haríamos juntas. Ahora ya adulta me doy cuenta que siempre supiste que aquello era imposible, pero calmabas mi inquietud con aquel pacto que no cumplirías. Comprendo a quienes puedan ver tétrico o retorcido que nieta y abuela hablen de la muerte de una manera tan shakesperiana, y tal vez tengan razón, o quizás tendrían que estar en nuestros zapatos. Desde aquel entonces me costaba concebir qué sería de mi vida sin tu presencia, que en lo más profundo de mi mísera y complicada niñez aportaba un rayito de alegría esperanzadora.

Solías arrojarme a escondidas caramelos de dulce de leche por la ventana de mi cuarto, en donde mamá me recluía en penitencia. Con tus gestos me hacías sentir acompañada y por el breve momento en el que duraba el sabor dulce en mi boca, mi cuerpo y mis tripas se encontraban cálidas gracias a vos.

No te enfrentaste a “Ella” liberándome de sus manos o de sus palabras. Le temías a veces creo que incluso más que yo, pero no importaba, porque eras mi motor.

Me liberé sola, a un pie de la adolescencia abandoné un presente que ya no aceptaba y aunque vos no fuiste mi heroína salvadora, fuiste el abrazo cálido que necesitaba. No pensábamos igual en un sinfín de cosas, diferentes edades y mochilas, pero lo que no cambió fue el lazo. Era infinito el amor que sentíamos e inquebrantable el vínculo que nos unió y nos va a seguir uniendo, aunque ahora vos estés allá y yo todavía acá.

Te movías con tesón y el empuje suficiente, que hicieron que con más de ocho décadas arriba lucharas día a día para sacar adelante a las hijas de una hija que jamás logró verte como madre y tampoco logró serlo.

La cuestión Abu, es que fuiste más que una abuela, más que mi tutora temporal, vos lo eras todo, en lo bueno y en lo malo, enojadas o cómplices. No es difícil recordarte, ni sentirte, lo hago todo el tiempo sin necesidad de visitar el cementerio o ver el almanaque. Estás en las tazas de café con leche, en la soledad que me acompaña cuando me enfermo, en el espacio que dejo en la cama cuando veo una película de Robín Williams.

Lo particularmente duro de hoy no es pensar en el tiempo juntas sino en el último tramo, ese paréntesis brutal que encierra la espera de la parca. Tengo presente la madrugada implacable en la que tuve que reconocerte con una imagen diferente y que no se borra con el paso de los aniversarios. Recuerdo cada paso de ese día, el papeleo bajo una lluvia furiosa de diciembre, el fugaz velorio, la ambigüedad del clima durante el entierro con un pusilánime sol mientras te hundías.

Fueron horas, días y siglos amargos aquellos donde no importan las palabras que siempre se dicen. Ya sé que es la ley de la vida, ya sé que así es como funciona, sé que lo mejor era que ya no sufrieras más, sé que la vida sigue igual. Créeme, lo sé, la vida sigue, y mi vida siguió, pero nunca más fue igual.

Ahora comprendo tu mentira blanca al asegurar que no me dejarías.

Yo no te dejo y vos tampoco. No hay tiempo o espacio que logre cambiar eso, pero hoy necesito mentirle a la distancia y pretender que esta carta va a llegar a tus manos.

Te sigo amando, hasta la luna ida y vuelta,

Tu Calzonuda.


 
 
 

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